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miércoles, 12 de septiembre de 2012

Relatos de un Demente


Relatos de un Demente: Asilo Santa Teresa. Cuento #7, Paseo Matutino


“Ella que va a saber que aun estando en esta silla puedo pensar por mí misma, y si lo quisiera podría caminar yo sola, mas mi dolor, mi sufrimiento, mi sosiego, me impide dar un solo paso conscientemente, no antes sin caer al suelo, estrellándome las narices con la fría baldosa que cubre el suelo de mi habitación, la 303. Podría imaginarse esta mujer, que, emperifollada, con su maquillaje, tacones y traje semi-ajustado, todo lo que por mi mente pasa, surge y acontece. Que podría ella, si solo piensa en la hora para irse y acostarse con el doctor de turno, y así, recibir aumentos de sueldo, ropa, accesorios y hasta un carro, me da asco. Que podría ella saber, aun cuando me lleva a las citaciones en la oficina del terapeuta, aun cuando lee los informes que redacta mientras se la folla detrás del escritorio, aun cuando mientras reposo, atada, a la cama de mi habitación, ella le toca su miembro por debajo de la bata, mientras el doctor; en un esfuerzo por llenar el documento de visitas diarias a las internas, lanza gemidos de placer que debe ahogar para no llamar la atención. Ellos no entiendes, no saben, no comprenden, no me creen. Mi llanto no los convence de quien soy realmente. Pero, ¿Quién soy yo realmente? ¿Solo una interna más? O, quizás, una mujer que siempre llora la muerte y pérdida de sus hijos…. Yo sé quién soy, y he aquí lo que soy. Siempre me tengo que recordar eso, nunca se puede olvidar, hay que recordarlo con lujo de detalles para no perder ni una parte de tu esencia.

>Siempre quise tener hijos, desde muy niña pensé en quererlos, jugando con muñecas, maquillándolas y cuidándolas como si fueran reales. Recuerdos que se vienen a la mente, todos en avalancha; hay que escoger alguno. Aquí hay uno, recuerdo cuando tenía 14 años y mi abuela me contaba las historias del pueblo; un lugar apartado de toda civilización, pequeño, armonioso y soleado, con un clima templado, ni frio ni cálido, cuidando la siembra, y a mi padre después de las borracheras. Mi abuela me contaba las historias que rodeaban aquel pueblo donde crecí, mi favorita era mi propia historia, pero no lo sabría hasta vivirla. Cuando mi abuela terminaba de contarme esas historias, abrazaba con fuerza mi muñeca, teniendo igual cuidado, ya que no deseaba lastimarla, y le decía –no te asustes hija mía, es una historia, y nada mas- le acariciaba la cabeza y me parecía que se quedaba dormida. Nadie podía describir el gozo que yo sentía al cuidar mis muñecas, tanto así yo deseaba tener un hijo.

>Fui creciendo, y mis padres me casaron con el hijo de un vecino, de ese matrimonio se consolidaba la unión de las dos familias, que en ese tiempo, eran las más grandes, adineradas y poderosas de la región y del pueblo. A mí, en lo personal, no me desagrado, el joven parecía sano y capaz de darme hijos, que era mi sueño anhelado. No pasó mucho tiempo después de la boda y ya empecé a sentir los síntomas del embarazo, esa hermosa y extraña sensación de llevar una criatura viva en tu vientre, los antojos, los cambios drásticos de humor y la felicidad que siempre desee en mi vida, todo en un lapso de tiempo tan corto, la dicha no se lograba expresar con palabras, era feliz. Mas todo fue decayendo, mi primer hijo nació muerto, el segundo que tuvimos de igual forma. Mis esperanzas empezaron a desvanecerse y algo en mi empezó a quebrarse. Caminaba sonámbula por la casa, no lograba probar bocado sin ir al baño y vomitarlo en segundos, me perdía tardes enteras mirando el horizonte, recordando mis muñecas de la niñez.-No deberías avergonzarte o desfallecer- me decía mi madre y mi abuela intentando consolar mi penuria. –No es culpa tuya, algo mejor vendrá- me decían las mujeres de la plaza cuando pasaba a comprar el mercado de la casa. –Todo esto es por tu culpa, alguna maldición deberás de tener en tu vientre- me decía ofuscado mi marido cada noche. Nada lograba tambalear esa nueva imagen en mi mente de madre frustrada. Pasaron dos años y de nuevo volví a sentir las consecuencias de llevar una vida dentro de mí. No podía esconder mi satisfacción y temor por aquella criatura que crecía. El miedo, ese maldito sentimiento, el miedo de perder de nuevo eso que amaba, eso que añoraba, eso que me hacia seguir viviendo, el ser madre, me atormentaba la idea de volver a perder otro hijo, así que, después de noches enteras tomando leche con miel y queso campesino, determiné el futuro de mi hijo, y el mío propio, no sufriríamos mas, ninguno de los dos…

>Pasaron las exactas 9 lunas de gestación, y las labores de parto empezaron a hacerse como es debido. Mas, dije a mi marido que no podía ver el niño sino hasta que hubieran pasado veinticuatro horas de su nacimiento, con el argumento de “no hacernos ilusiones vanas de nuevo”. Así lo dije y así se hizo. Al momento de su nacimiento quede anonadada, todo lo que había en mi se desvaneció, no podía cumplir lo que me había cometido meses atrás y todo fue alegría confusa con miedo. ¿Qué podía yo hacer? Si sus hermosos ojos cerrados me hacían añorar el verlos abrirse. Todo cuanto había planeado para él y para mí se desvaneció, al momento de verlo entre mis brazos… Algo le escuche decir a la enfermera… Pero, ¡se lo querían llevar!, yo no dejé, me aferré a él y no deje que lo hicieran, -¡Todos salgan de aquí!- les grite irritada, era mi hijo y se lo querían llevar, por fin había nacido uno, y no había muerto, estaba vivo, yo lo sabía, y ellos no querían creerlo… No recuerdo lo que la enfermera dijo, creo que ni atención le presté por las ansias de tener a mi hijo entre mis brazos. Ahí estaba, por fin, mi adorado hijo, mi retoño, ni niño, ahí estaba el en mis brazos. Por fin cumpliría mi más grande anhelo, por fin seria madre, por fin sería realmente feliz…

>Pero, me lo querían quitar, él estaba vivo, conmigo, y me lo querían quitar, querían arrebatármelo, -Él es mi hijo y está vivo- les gritaba con furia, -No me lo van a quitar, ¡Nunca!-… Fueron necesarias tres enfermeras para logar quitármelo; mas, no importa que tanto desearan alejarme de él, yo lo amaba, lo quería, y esta es la hora que aun me lo niegan, que aun me dicen sus sandeces y estupideces, que aun me dicen que estaba muerto, no lo estaba, es mi hijo ¡devuélvanmelo!...

>Desde entonces, solo espero ese día, llorando, lamentándome, deseando, soñando. Ya tiene 16 años, es un joven fuerte y atlético, todo un Don Juan, su nombre es Alejandro Maldonado, como su abuelo. Debe estar cultivando papa y trigo, ordeñando las vacas y cuidando de su granja… ¡devuélvanmelo!... por el amor de Dios, si es que existe… ¡devuélvanmelo!... mitiguen estas lagrimas que brotan, esta zozobra, esta melancolía que me evita caminar por mi misma… ¡devuélvanmelo!... que lo amo y lo quiero a mi lado… ¿Otra vez de regreso?... Sí, hay esta, frente a mí, la entrada al manicomio… de Santa Teresa…”

Y la mujer junto con su acompañante se pierden al cerrarse las puertas que separan el jardín de las instalaciones del manicomio de Santa Teresa. El ultimo sonido que se escucha es un lamento, el chocar de las puertas al cerrarse y un leve susurro...

¡Devuélvanmelo!...


Relatos de un Demente: Asilo santa Teresa. Cuento #5, Habitación 304


Cómo puede uno percatarse de que la locura está a un paso de desatarse, en cualquier instante sin importar qué vida alcance, convirtiendo la verdad en fantasía irracional. Armónica lectura de sensual figura, ojos oximiel y blanca piel, que en conjunto es poco más que una humanidad hipnótica, una mujer erótica. Ojos y piel de mujer que me niego a perder, aun cuando nunca supo de mi existencia y yo nunca de su adolescencia, aun cuando nunca le confesé el amor que nacía aquí cerca de mí.

El Asilo Santa Teresa me ha visto languidecer y a través de los años envejecer. La lluvia sobre su tejado ha logrado que internos y doctores se agiten y corran como un ojo dilatado; una hermosa coreografía, donde ella era la bailarina de fantasía. Sus ventanas se han agitado con el viento que las ha golpeado. Más intacta siempre permanece, como una espada que no desfallece aquí cerca de mí.

Fue una tarde de noviembre que la vi bajo luz tenue, atrapada en este asilo, uno de tantos el más tranquilo, el tiempo suficiente como para morir felizmente. Nunca supe su pena. Nunca escuche el sonido de su voz serena; siempre la imagine combinando algunas que ya escuché. Nunca su frente besé para decirle que no la olvidaré, nunca abrasé su piel con pasión para que no se fuera de mi habitación. Pero aún este sentimiento ambivalente que me lleva a no hablarle claramente, me excita saber de su existencia entre las paredes de esta residencia, mientras el tiempo pasa sin detenerse y su corazón lata amargamente aquí cerca de mí.

Desde que la vi en mi nacieron las palabras, en mi vida tuve razones para usarlas. Me empape de su presencia al verla durante horas con complacencia, siempre en a la misma hora y lugar, justo antes de que la enfermera me lograra drogar y a la habitación llevar. La observe abnegado con memoria de abogado, aprendí cada uno de sus ademanes y los repasé para atender a mis necesidades guardianes, y entretenerme en el lavamanos cuando la imaginaba entre mis manos. Me atrapé en su mirada como un esclavo, no me deje ir como un depravado, esperando que mi ser me revelara la forma de tenerla más allá de mi mascara aquí cerca de mí.

Un tiempo después sin saber con precisión cuando fue, reconocí sus ojos suplicantes y su rostro sin amantes, su cuerpo abrazado por la muerte se encontraba sobre el suelo inerte, delicadamente cubierto por el velo blanco del fallecido desconcierto. No pude detener el flujo del llanto al ver semejante epigámico desencanto. El velo que parcialmente la cubría revelaba una escena sombría. La piel de su hermoso rostro, con ojos de mostro, observándome, pidiendo mi ayuda, gritándome, reclamándome mi duda; esa piel está más blanca que la de ayer. Esos ojos están más abiertos que el atardecer. Sus cabellos esparcidos por el suelo, lustrados por la sangre del desvelo, adornando aquel plumero donde su vida se escapo por un agujero. Un golpe seco sin eco la llevo a la muerte como a un muñeco aquí cerca de mí.

Al final de la velada se la llevaron ya sin alma. Su historial se cerro, su cuarto se clausuro, el asesino se desterró, su cadáver se baño en cianuro se bañó. Su recuerdo fue botado en una fosa tras los jardines del pasado, su vida se borro de la mente de aquellos cuyo camino surco. Su familia y amigos nunca la tumba adornarán con algún racimo. Su nombre será un olvido de la mente mientras yo le hablo a su lecho de muerte aquí cerca de mí.

El tiempo paso sin detenerse y en mi se instalo definitivamente. Su constante imagen era incertidumbre palpitante. Yo que nunca ame a persona alguna me hundí en esa mujer que en mi deambula,  vive en mi locura alimentándose de mi cordura. Cuando no le sueño mientras duermo, la observo cuando a la irrealidad despierto. Cada amanecer sobre mi cama veo su piel. Su cabello negro y liso se propaga como pintura sobre mi cuerpo tísico. Su rostro intacto por el tiempo está allí justo como lo recuerdo aquí cerca de mí.

Es tan real su presencia que en el día persigo su ausencia. Un amor que nunca sentí nace al amanecer desde allí, en mi cuarto, bajo la sabana, sobre la almohada, tras la habitación 304. Tan efímera como una pesadilla vívida, tan perfecta que es irreal el verla. Cada vez más visitante, cada vez más excitante, cada vez más indispensable, cada vez más intrigante. Cuando aún está aquí cerca de mí.

Mas esta noche no pretendo dormir y solo discernir que me verán loco, eso es poco. Oh! Como vidente y oyente dame por demente, mientras mi ser se ha vuelto irracional con toda excentricidad en un idílico producto fatal. Cuando nada cabe en la realidad que los ojos surcan al observar se que aún está aquí cerca de mí.

Y mi mente ya no racionaliza lo que no pertenece a la vida enfermiza. Todo es un falso imaginario; así que no caigas en este engaño, uno de nosotros ha de saber, que esto no es más que ficción escrita en papel. Cuando aún está aquí cerca de mí.

Ha amanecido y las ventanas emanan luz sobre mi cuerpo vencido. Mi cordura bloqueante cierra mis ojos flagelantes que no desean abrirse y miran abiertamente la locura desbordante. Pero sus ojos se abren cada mañana, observando al hombre que tanto le ama sin demanda. Me mira como la primera vez que la vi, y a mi lado sonríe con una alegría sin fin. La veo despertar en mí recamara con sus ojos y blanca cara. Una musa de la locura. Una fantasía vivida sobre una mujer desconocida aquí cerca de mí.


Relatos de un Demente: Asilo santa Teresa. Cuento #2, Sala de Arte


Ahogando la locura entre píldoras y medicinas, el efecto de estas empieza a hacerse notable en contados minutos, bajando por el paladar con sabor agrio, enfriando todo sentimiento y diluyendo toda pena. Siento que nada es ya lo que debería ser. La música que intento reproducir en mi cabeza, sentirla y disfrutarla dentro en cada fibra de mi cuerpo, surca los rincones de mi interior, percibo cada nota, cada compas, cada instrumento, dejando atrás toda realidad material. Solo queda observar lo que me rodea. La sala de arte del manicomio, con sus paredes blancas de mármol y las ventanas enrejadas que muestran el mundo que hemos dejado atrás, pero que recordamos a amenudeo entre suspiros y sollozos, ahogados entre narcóticos. Un olor a alcohol y desinfectante impregnado en las paredes y pisos,  el techo del lugar se mezcla con el olor a perfume de algunas de las enfermeras y doctores de turno, dando un aire un irónico a la escena.

Tras el mostrador de la oficina, allí donde guardan los medicamentos, una mujer, que si bien no es muy bonita, da la impresión de que aún queda algo de humanidad en este lugar, su nombre lo revela la solapa que porta en su traje blanco, Rebecca. Hay mesas repartidas en distintos lugares, algunas con 2 sillas, otras con 4. Al fondo hay un tablero de tiza, un ventanal inmenso que está cubierto por cortinas que ya no corresponden al color de las paredes, pareciera la “zona VIP”, ya que no hay sillas sino cojines y una mesa baja donde podría ponerse algún juego de mesa para pasar el tiempo. Allí se encuentran 3 personas, una enfermera y dos pacientes, Cassandra, la seductora Cassandra, con su traje de enfermera semi-ajustado y su cabello, negro y liso, le llega hasta la cintura, se encuentra cuidando, o mejor, vigilando a dos pacientes, uno es un anciano, de unos 63 años, su cabello ya ha abandonado la redondez de su cabeza dejando una planicie de piel expuesta a los elementos, parece cansado, su mirada se ha perdido en algún punto de la mesa, como si esperara, cansado, fatigado por los años. El otro es más bien joven, de unos 32 años, observa casi sin parpadear al anciano compañero como si buscara algo en el, fijamente mira su cráneo calvo, estático, sin mover un musculo lo detalla con tanta precisión que yo quedaría limitado a superficialidades si me compararan con la observación que pareciera hacer aquel joven. Un olor muy particular provine de aquel grupo, un olor dulce y un poco asfixiante, es un olor a canela purificado con blanqueador. No muy lejos de ellos se encuentra una mujer en silla de ruedas, llorando, esperando, creo que es la hora de su paseo diario por el jardín, solo algunos tienen ese placer, pero aquella mujer no parece feliz por ello, su mirada se ve penetrante, hermosa, ya tiene sus veranos encima, sin embargo, y para su edad, es tan hermosa como la misma Cassandra. También se puede ver en una silla a un joven, no tendría más de 18 años, mira fijamente un reloj de pared, el único de todo el Asilo, lo mira obsesamente, como si fuera solo suyo y de nadie más. Sus ojos verdes como jades brillan con un fulgor indescriptible, centelleantes como diamantes, se dilatan las pupilas cuando nota que una hora a pasado, habla exactamente cada 2 horas y media, se puede notar porque mueve los labios articulando palabras, pero no sé qué dice.

-¡Señor Ramírez! Buenas tardes.-
(Se le escucha decir a Rebecca).

El Doctor Ramírez es el médico encargado de este pabellón del asilo, es un hombre robusto, demasiado gordo como para resaltarlo, su rostro es rudo para ser doctor, aun mas para un psiquiatra, ¿Quien desearía en sus cabales contarle algo a una persona que en cuyo rostro pareciera tener una sola ceja, unos ojos inexpresivos que se ocultan tras unos lentes tan gruesos como su misma existencia? Además de sus gruesas manos, como manoplas, tumbarían a un toro de un solo golpe. Al perderse el Doctor Ramírez en la puerta del pasillo hacia su oficina personal, veo a una mujer, tu cuerpo y rostro no son nada fuera de lo común, mas esa expresión de terror que en todos sus movimientos se puede notar logra que hasta uno mismo sienta el miedo que padece. Acurrucada sobre una mesa, en posición fetal, mira desesperadamente a su alrededor, señala con su mano temblorosa un punto diferente mientras grita despavorida, como si el mismo Shaytán se llevara su alma a lo más profundo del Hades. No pasa mucho tiempo sin que me aburra de observarla y dirija mi mirada a otro punto de la sala, me topo un caminante, un señor de edad promedio, no más de 37 años, siempre camina, de un lado para otro, sin rumbo fijo, nunca se golpea con nada, así se cambien las mesas de lugar, nunca se tropieza ni con una enfermera, su rostro muestra unas marcas, ojeras, pareciera que nunca duerme y siempre anda alerta, pero no mira a nada ni a nadie, sus ojos blancos, poseen una niebla interior que no se puede concretar, está ciego. A su lado pasa, sin tocarlo, otro hombre, diría que casi de la  misma edad, la diferencia es que una sonrisa sobresale de sus labios, sus ojos miran a todos con agrado, este lugar no le deprime tanto como a otros, su carácter denota que ha amanecido de buenos ánimos, algo le abra pasado en la noche, o quizás al abrir los ojos. Saluda amigablemente a otro menos contento, levanta su mano en señal de dicho saludo mientras el otro con una mirada fugaz le hace un gesto con la cabeza y sigue una conversación con una ventana, siempre que articula palabras mira a su derecha o a su izquierda, parece responderse a si mismo lo que dice, por lo menos no está solo como algunos de nosotros, así sea a acompañado por el mismo en su mundo loco.

¿Gritos? se escuchan de repente, es otra mujer, pero ¡esta histérica!. Pasa por todas las mesas limpiándolas con su ropa, se dirige a las ventanas y las limpia con la mano, simulando que tiene un trapo o un limpia vidrios. Esta agitada, grita:

-¡Nada está limpio! ¡Nada esta como debería estar! ¡Hay que limpiar la sangre del lugar! ¡No se quita!.-

Pobre mujer, aquí todo está limpio, menos nosotros, o eso dicen las enfermeras y el Dr. Ramírez.

Mi intriga se posa en un sujeto de contextura atlética que se encuentra parado como un rascacielos, inmóvil, erguido, observando con ira un cuadro sobre la pared opuesta a la oficina, creo que se llama Alejandro Maldonado, así le dice Cassandra; aunque Cassandra es una historia aparte. Alejandro parece ser un joven común y corriente, no tiene indicios de algún desorden psicótico como dicen los informes que a veces de reojo detallo con gran precisión. Por su porte, debería de ser un campesino, del Valle, un hombre sano y trabajador, dueño de una finca que heredo de sus padres. Quizás esté viviendo solo, sus padres ya habrán muerto y estará en la búsqueda de una mujer para compartir el resto de su vida.

Su trabajo no le consume todo el día, es el patrón de la finca, así que tiene varios trabajadores a su cargo, se dedicara a beber algo de aguardiente al despertar, pasara a su baño privado y se dará una refrescante ducha con agua fría para despertar la mente. Se pondrá sus botas de caucho, las consentidas, un jean limpio, nuevo, ya no hace trabajos de campo, es el jefe, una camiseta cuello “M” un poco desabrochada y una chaqueta de cuero para el frío. Un cigarrillo, como de costumbre lo acompañara hasta la salida de su hogar. Saldrá a impartir los quehaceres del día a sus empleados, todo antes de que sean las 6 de la madrugada.

Los fines de semana se la pasara bebiendo un poco con sus compadres, también dueños de algunas tierras, y hablaran sobre la economía y el cultivo, el ganado y las gallinas, pedirán aguardiente de su tierra y entre carcajadas se irán perdiendo en el alcohol, hasta la madrugada, cuando ya tambaleando recorrerá el camino del bar, pasando por el cementerio que está al lado de este, y llegara a su casa para reposar y pasar la resaca del día que ha terminado. Amanece siempre solo, ya en la tarde, adolorido de la cabeza. Despierta y siente un vacío, como si un abismo creciera dentro de si mismo sin dar cabida a algún rincón donde esconder su alma atormentada. Sueña con conseguir a aquella mujer que llene completamente ese abismo, y lo acompañe en las labores de la finca y a su vez, con agrado lo piensa y casi rompiendo a llorar, darle un tercer y cuarto miembro a la familia, hijos, un varón y una niña. Los llamaría Alexis y Elisa, hermoso conjunto el que sueña cada mañana de sábado.

También esta la mujer de la silla de ruedas, me llama la atención su llanto, como referí antes es atractiva por su tortura, su rostro melancólico me liga al anterior personaje, podría ser su madre, y ninguno de los dos lo sabe, ninguno de los dos se imagina que la locura es un mundo tan pequeño, casi como un pañuelo. Ella lloraría a su hijo perdido, una confusión en el hospital quizás, o posiblemente una de las enfermeras se percato de los desvaríos y la mente quebrada de la mujer que llora y por seguridad del infante, alejo las dos vidas que por siempre estarán ligadas, incluso aquí, están tan cerca y a la vez tan lejos. Se conocen y se desconocen al mismo tiempo.

Tomando el frasco de medicamentos entre sus manos, Rebecca se acerca a la mujer de la silla de ruedas, esa que siempre llora; la iluminación de la sala descubre una serie de incisiones en sus antebrazos y manos, pareciera que tiene una piel blanca como una hoja de papel marcada por trazos de rojos crayones, suave como un durazno ya marcada como un animal. Pasa una mirada fugaz por la sala, como esperando dar con alguna otra enfermera que ocupe su puesto en la oficina; a veces cruza su mirada con la mía, nos quedamos por unos segundos mirándonos fijamente, por su mirada, pareciera que quisiera escapar de aquel lugar, me dice que quiere irse; y su hija, su hija la espera. Es madre soltera, estudiante, esta en prácticas, vive en alguna apartamento de mala estructura que no retiene bien el calor en las noches lluviosas, vive no muy lejos del asilo. Al retirar la mirada, pareciera que se arrepintiera de optar por mí en vez de las demás gentes perturbadas del lugar. Tal vez son imaginaciones mías, pero no puedo evitar pensar cómo seria mi vida si yo estuviera con ella en casa en vez de estar aquí encerrado todo el día. Divagaciones. Si no es nada de eso, quizás es una fugitiva, prófuga de algún otro sanatorio de la zona, o de otro país, y lo que la tiene melancólica es el asesinato de su marido.

Se dirige frívolamente hacia la mujer de la silla de ruedas, le da sus medicamentos en la boca, como bien lo sabe Rebecca, la mujer no ´puede hacer nada por ella misma, siquiera caminar, a duras penas. Dice el Dr. Ramírez:

“A duras penas si puede respirar por ella misma. No faltara el día en que la encontremos ahogada en sus propias lágrimas…”.

Todos escuchamos esa clase de comentarios del “Doctorcito ese”. Nadie le dice nada, no por nada es el encargado de este pabellón. Cassandra y Rebecca, las dos enfermeras, lo saben muy bien.

La mujer de la silla recibe pacientemente su medicamento y sale junto a Rebecca, se pierden entre las portezuelas de la sala, volverán en aproximadamente 40 minutos.

Pero que será del joven Alejandro Maldonado, que aun sigue mirando el cuadro, no le quita la vista de encima, sigue mirándolo con ira, como si por culpa del cuadro su alma y su cuerpo se encontraran atrapados en este recinto. El del retrato parece ser alguien muy reconocido en el asilo, si no, no tendrían ese inmenso cuadro colgado a la vista de todos. Posiblemente se llame Dr. Alberto Ramírez, un familiar del Dr. Vladimir Ramírez, es su padre. Ese tal Dr. Alberto Ramírez fue el que encerró al joven Maldonado aquí, por celos de su dinero le tendió una trampa haciendo que asesinara a su amada. Alguna droga le debió dar cuando menos se lo esperaba el joven Maldonado, en un vaso de agua, en una cerveza o quizás en un trago de aguardiente o trago “fino”. La asesinada, Amelia, es la hijastra del Dr. Alberto Ramírez, quien sin escrúpulos sacrifico a su propia hija para quedarse con todo el dinero del joven Maldonado.

Siempre se ha sabido que los padres adoptivos no quieren realmente a sus hijastros, y harán todo lo posible para encontrarles algún uso que les de provecho. El Dr. Alberto Ramírez encontró un uso adecuado para su hijastra Amelia, muerta le es más útil, aun mas si era asesinada por su marido, Alejandro Maldonado.

Pero no figuraba en sus planes que su hija estuviera embarazada, no solo de uno, tenía gemelos. Con 3 meses de embarazo, no se había percatado completamente del embarazo de su hija, ni siquiera Alejandro lo sabía, ella, Amelia, había planeado contarle tanto a su padre como su marido la buena nueva en una fecha especial, su aniversario, solía hacer esa clase de cosas para demostrarle importancia tanto a su marido, y por tanto también lo hacía con su padrastro, lo haría con su madre si esta no hubiera fallecido recién se caso con el Dr. Alberto Ramírez. Pobre Amelia, conocía el carácter de su padrastro, pero nunca imagino el tipo de persona que era realmente. Pobre Alejandro Maldonado, víctima de una trapa bien formulada, un crimen perfecto.

Drogado, el joven Maldonado empezaría a delirar y cometería una locura si se le inducia adecuadamente.

La noche en que se efectuaría lo planeado, el joven Maldonado estaría en casa de su esposa, estarían en la sala, beberían y comerían algo, discutirían de algunas banalidades y quizás, cuando el Dr. Alberto Ramírez se despistara, se darían un beso fugazmente para demostrar su amor; el peligro, lo prohibido, con piscas de impulsividad, son siempre atractivas para las parejas que se aman. El doctor le ofrecería al joven Maldonado un trago fino con la droga, allí empezaría el macabro plan, mientras le proponía los pormenores de la boda que en dos meses se avecinaba, esa boda que tanto esperaban el joven Maldonado y Amelia.

Cuando el joven Maldonado saliera de la casa unos minutos más tarde empezaría a sentir los efectos de la droga, en ese momento, una prostituta contratada por el Dr. Alberto Ramírez, con instrucciones específicas sobre lo que debía y no debía hacer, y así llamar la atención, y la imaginación, del joven Maldonado. De esta forma, el joven Maldonado, llevado por el miedo, la ira y la droga, regresaría a la casa de su amada Amelia y cometería el asesinato. El Dr. Alberto Ramírez sabía con exactitud qué pasaría, es un conductista reconocido en la psiquiatría y tenía previsto todo con anterioridad.

Para librarse de cualquier posible investigación, utilizaría sus contactos para poder redactar el documento que definía el estado psicológico de Maldonado en aquel instante y el examen médico que se le debería aplicar para descartar el efecto de alguna sustancia psicoactiva. Cualquier cabo suelto que pudiera haber ya estaba atado, todo saldría perfectamente.

El Dr. Alberto Ramírez se quedo con todo lo del joven Maldonado, quien estaría encerrado en la institución mental de la cual el es su mayor inversionista. Amelia, se retuerce en su tumba, su alma grita y llora la injusticia que se ha cometido entre el fuego y el vapor del averno, y el Dr. Vladimir Ramírez, hermanastro de Amelia, quedo como encargado de uno de los pabellones del asilo, cuidando al joven Maldonado para que no salga de aquel lugar, solo saldrá de allí en una caja de madera, la cual nadie llorara, y su madre, aquella que llora siempre en su silla de ruedas mientras pasea por los jardines del asilo Santa Teresa nunca sabrá que tiene a su hijo más cerca de lo que cree.

-Cassandra ven a mi oficina por favor-
Se le escucha decir al Dr. Vladimir Ramírez.

En el rostro de Cassandra se extiende una sonrisa picara, sus manos se mueven entorno a su entrepierna, la cual aprietan con efusiva impaciencia. Se levanta de su lugar y se dirige casi trotando hacia la oficina del Dr. Vladimir Ramírez, la puerta rechina y el semblante de Cassandra se disuelve, dejando tras de sí una leve risita de niña. Minutos más tarde esa risita se refunde entre gemidos y gritos que intentan ahogarse, algunos golpes fuertes se escuchan impidiendo que el observante, aquel inventor de historias que no conoce a suya propia porque no la recuerda, logre concentrarse por unos minutos en su menester de historiador.

Definitivamente no logra concretar sus ideas sobre el joven Maldonado y su vida antes de reposar en una cama para dementes, antes de llegar al Asilo. Una pelea entre el anciano y su compañero, esos dos pacientes cuidados por Cassandra. La pelea llama toda la atención de la sala, quienes ven caer al anciano al suelo con la cabeza abierta de par en par, el joven que lo acompañaba esta exaltado, extendiendo las manos al techo, ensangrentadas, grita a todo pulmón:

-No la tiene, donde esta!-

Y dejando caer el instrumento de la fechoría (la pata de una silla), se postra de rodillas ante el cadáver y con obsesión empieza a escarbar en la cabeza del muerto, sacando pedazos de cerebro y derramando sangre por toda la habitación, como si buscara algo que le perteneciera dentro de la cabeza del anciano. No es la primera vez que pasa, El interno obsesivo es conocido por ataques de ese talante. Pero el Dr. Martínez siempre oculta este tipo de situaciones para que no lo clausuren, sus investigaciones son más importantes que la vida de algunos pacientes, teniendo en cuenta que aquel asesino es su paciente favorito, es de lógica él porque oculta los asesinatos y mantiene aun aquí adentro a ese personaje.

El ruido de la escena provoca que el Dr. Vladimir Ramírez, aun subiéndose los pantalones y ocultando sus miserias, salga despavorido de su oficina y se le vea entrar a la sala de arte, con sus ojos bien abiertos detrás de sus lentes, detrás de él sale Cassandra, con su blusa desapuntada revelando su sostén de encaje rojo pasión y su falda semi-levantada mostrando su tanga del mismo color, quien grita llamando a los guardias del asilo. Todo acaba en pocos segundos cuando llegan los guardias. Someten al loco obsesivo y lo llevan a aislamiento, levantan el cuerpo y limpian el lugar como es la orden del Dr. Alberto Ramírez, y llevan a los demás internos a sus habitaciones para evitar más escándalos.
Los llevan uno a uno a sus habitaciones, repartidas entre los 4 pisos del asilo, y allí les terminan de dar sus medicinas diarias. El observante llega a la suya guiado por uno de los guardias, se le dan sus medicinas y este cae sedado en su cama dispuesto a terminar de pasar el día tan drogado que no podrá inventar mas historias y personajes, tan drogado que perderá valiosos minutos recordando su propia historia.

-La locura, y la facilidad para quitarle la vida a una persona pueden llegar a ser armas de doble filo, haciendo nacer en el corazón del ser humano deseos de continuar y repetir. Hay placeres que son lascivos y mortales, pero exquisitos. ¿No lo crees así amigo guardia?-


Relatos de un Demente: Asilo Santa Teresa. Cuento #1, Asilo santa Teresa


Construido en la década de los 90’ fue uno de los asilos más frecuentados por la comunidad de dos ciudades aledañas. Su magnífica estructura hacia recordar a las antiguas mansiones victorianas. Gárgolas y armaduras talladas en las paredes creaban un ambiente muy clásico, ahora ya cubiertas por baldosas, hormigón y mármol, están antiguas obras de arte se han olvidado con el pasar de los años.

Ya en esta época, ya en siglo XXI el asilo a perdido gran parte de su público lo que ha llegado a oídos de varios psiquiatras inversionistas, entre ellos el famoso Dr. Alberto Ramírez, quien es reconocido por sus métodos experimentales, y su falta de humanismo al momento de realizarlos, “todo por el bien de la ciencia” dice él en sus entrevistas, algo así como que “el bien justifica los medios”, algunos no están muy de acuerdo con ellos, otros lo apoyan con total discreción y ciega confianza.

Las historias que surcan los extensos pasillos de los diferentes pabellones del Asilo santa Teresa resuenan en los oídos de aquellos que se atreven a nómbralo, algunos por miedo nunca tocan el tema, otros por fuerza de voluntad se alejan de los alrededores, la locura a veces puede llegar a ser contagiosa. Mientras los días pasan y su estructura va tomando cada vez más fuerza y poder, lo prohibido siempre será lo más atractivo, no importa que tanta curiosidad exista en el interior del ser humano, a veces es necesario saciarla, a veces, no de la forma correcta.

Hoy en día el asilo está dividido en 4 pabellones, cada uno de los cuales tiene su propia historia, personajes y conflictos, todos ligados a una misma situación a un mismo ambiente, la demencia en sus diferentes expresiones y desvaríos. Nadie podrá nunca discernir que es real y que no después de cruzar sus muros, el mundo pierde su lógica tras estas paredes. ¿Coincidencias? Nadie lo sabe, nadie puede determinar que tanto es real o coincidencia o fantasías o sueños o causalidades o casualidades. Aquí, tras la pantalla de un edificio común y corriente se esconde el abismo que muchos temen pisar y que algunos desean con tanta convicción entender y cuantificar; el abismo en el que algunos vivimos día a día, aceptándolo y abrazándolo como si fuera parte de nosotros mismos.

Sus días transcurren sin ser recordados, sus noches largas sucumben a los alaridos nocturnos de los noctámbulos en búsqueda de la sanidad que no necesitan. La incertidumbre de no pertenecer a una humanidad que los recluye en vanidades.

¿Quién es el más loco? ¿Quién está realmente demente? Si las lagrimas de cada criatura se bañan con la inanidad del corazón. ¿Quién llora por asesinar a su amante en actos de amor? ¿Quién, perturbado por la soledad, se deja llevar a la muerte? ¿Quién, a causa de la perdida, no llega a un buen duelo y se deja consumir por el dolor? ¿Quién entre humanos, imperfectos desde los más profundos de su convicción, puede determinar la claridad de una mente brillante  u oscuridad de un alma expectante?

Nadie. Entre libros y panfletos, entre gentes y voces imaginarias, espectros, demonios, fantasmas, sentimientos que abarcan emociones extremas. No es el hombre fruto de sus excesos y vanidades. No es hermoso el arte. No es el arte un loco. No es el loco hermoso. Si entre las callejuelas de la ciudad, pasando por esas grandes extensiones de tierra donde las nubes se abren a un claro cielo azulado, mientras el viento rosa las pieles y las baña con el roció, este gran recinto se yergue entre las ciudades, aun cuando nadie desea reconocerlo y solo quieren olvidarlo siempre hará parte de cada uno de sus habitantes.

A sus afueras, en uno de sus extensos jardines, una mujer en silla de ruedas es llevada por otra mujer un poco más joven, pero no más hermosa; los años han hecho que su rostro se torne con una belleza sobrenatural, sus ojos rojizos por el llanto, sus mejillas rozadas y sus pómulos redondos, junto a una mirada perdida que parece remontarse a lo más profundo de sí misma, le da una belleza profunda y cegadora. Llevada por su acompañante, sin rumbo, por los caminos de la vasta extensión de tierra que es aquel jardín. Es la hora del paseo diario. Es tiempo de respirar aire fresco. La mujer llora, mientras su acompañante; en un traje blanco medio ceñido, observa el reloj que en su muñeca porta, esperando la hora en que pueda irse de aquel lugar que tanto le hostiga y le fastidia.

En una habitación se escucha una charla, paralela, un hombre habla consigo mismo, discute. Rodeado por amobladas paredes, sordas. Transciende su propia existencia y se vuelve un doble de sí mismo. Juega y se presenta, comparte y se expresa. Su voz se escucha entre los pasillos del piso cuarto, retumba en los oídos de algunos y se pierde en el vacío de quienes no desean escuchar. Por su timbre de voz es un hombre joven, no más de 23 años. Las ventanas enrejadas lo observan y detallan su imagen proyectada a la vista de Dios en lo alto del firmamento. Es alto, de aproximadamente metro ochenta, delgado de contextura. Debió ser deportista, sus músculos se marcan sin exagerar. Ojos comunes, de un color castaño al igual que su cabello. No sobresaldría de una multitud aun si lo quisiera. Observa una de las paredes, un retrato, casi un espejo de el mismo, detenido frente a su imagen habla con el mismo. Mira a todos lados como buscando algo, lo encuentra, lo observa, mas las ventanas que lo proyectan al firmamento del cielo no pueden ver lo que él ve con claridad. Las amobladas paredes que lo cubren no escuchan más que su voz, no perciben al otro ser que dentro de él es más real que su propio respirar.

En su interior, en hora de actividades matutinas, donde se intenta recrear las vivencias de sus habitantes, donde la creatividad prolifera con la demencia, donde todos conviven entre sí, locos y cuerdos, sin saber quién es quién. Hombres y mujeres, desgarrados por la realidad que dentro de ellos mismos crece y se desarrolla día a día, caminan, gritan, hablan, callan y se sientan, en coros abisales de hermosas melodías inexplicables para la mente racional, un hombre observa, detalla cada pisca de imagen de quienes posan para sus ojos, imagina y comparte con una silla vacía las historias que en su cabeza crea. Ve pasar a una enfermera, al médico encargado, al joven del reloj, a la mujer de la silla de ruedas, al melancólico adolecente, al ama de casa, a la muchacha, el aracnofóbico, al amante frustrado, a el asesino, al conversador diurno, a la obsesiva. Riéndose y llorando cumple con su objetivo declama todo cuanto ve, inventando las historias de quienes habitan con él.

En las habitaciones se consumen las horas de vida entre calmantes, sedantes, correas y camisas de fuerza. Un hombre llora en zozobra el comprender que su mente no es la misma desde hace mucho, el amor y la pérdida han removido lo poco de cordura que quedaba en su ser, y lo dejaron en un sueño efímero donde lo que nunca pudo poseer lo retiene cada noche en su cama, esperando despertar y verla de nuevo a su lado antes de ir a desayunar. En otro piso una mujer llora el infierno que vive, arregla y limpia su celda cada mañana, limpia y limpia sin cesar hasta que la fatiga la obliga a parar, nunca descansa, solo para intentarse suicidar. En otra habitación se escuchan los gritos ahogados de la fobia, hombre temeroso de su entorno, al cual no desea volver. Un mundo lo atemoriza y lo tortura sin piedad, se ve gritar y correr por los pasillos, estrellándose con cuanto encuentra en su camino, cae y se retuerce, sus ojos desorbitados miran sin detenerse cada parte de su cuerpo, sus manos golpean donde se enfoca la vista, golpea tantas veces que su piel enrojece y sangra.

-Están aquí! Son las arañas. Me comen. Me devoran. ¡Se adentran en mí y proliferan sin fin!

Dice a gritos interminables hasta la fatiga, el sueño y algo de morfina lo ponen a dormir. Cerca de allí, se ve a un ambulante, siempre observa el reloj, expectante, durante horas y días lo observa, no duerme, no grita, no vive. No importa que pase, no deja de ver el reloj. Sabe con precisión la hora, no se equivoca. Pasa una interna mas, ya sin brillo en sus hermosos ojos de jade, ha salido de su tratamiento, dejando atrás su mortal ansiedad y con ella, toda su vida emocional. Mientras el muchacho que siempre hablaba con ella, el único que la calmaba, el único que la amaba, sostiene su inexpresiva mano y la lleva a su cuarto, el joven cierra la puerta, mira a la enfermera que los acompaña, es Cassandra, ella le sonríe y le pica el ojo, el muchacho sabe lo que le espera, con una sonrisa responde al coqueteo de Cassandra y se deja guiar a la sala de juntas donde minutos después solo se escuchan gemidos y gritos de placer, nadie los escucha con claridad, todo sonido se esconde entre las paredes, se guardan celosamente, se ofuscan con otros sin fin de sonidos sin dar a luz algo de realidad.

Incluso los que dicen estar en sus cabales, ciudadanos comunes que comen, duermen y van de compras con sus amigos, bebedores de fin de semana y fumadores pasivos, parecen perder la cabeza cuando cruzan la puerta y se adentran en el recinto. Como el Dr. Ramírez, ilustre psiquiatra, graduado de las mejores universidades, con especializaciones y maestrías por doquier. Su oficina se adorna con diplomas de diferentes categorías y tamaños mientras su escritorio de cedro, reluciente y limpio, le muestra los diferentes casos que trata. Como es esperado, organiza particularmente, y casi con recelo, los informes y actas de visitas a las internas e internos, cuando su puerta se abre y entra una de las enfermeras, Rebecca, acaba de llegar del paseo matutino con una de las internas. También esta Cassandra, la enfermera de la noche, mujer seductora y pasional. Su vida se divide entre su trabajo y su familia. Su matrimonio de 6 años no es el mejor. Sus hijos y vecinos la tienen como modelo de pulcritud y esfuerzo. Su marido la quiere y ella a él, más no es lo que ella esperaba cuando decidieron unir sus vidas en santo matrimonio.

Entre oficinas, salas de juntas, cuarto de guardias, enfermería, sala de tratamiento, baños, cocina, la sala de arte, el consultorio y los jardines, todo protegido por paredes de hormigón esmeralda, cubierto con mármol blanco y paredes amobladas y herméticas. Un palacio perdido en un edén paralelo a la realidad. Una nación que se debate entre el caos y el orden, entre dioses y mortales, entre dementes y sensatos. Las consultas son frecuentes, los tratamientos obligatorios y las medicinas pan de cada día. Se pueden ver internos entrar y salir del consultorio del Dr. Ramírez, guiados por Rebecca o Cassandra, a veces solo sale el interno, a veces sale acompañado solo por el Dr. Ramírez, como si su oficina siempre tuviera la necesidad de tener alguien dentro, una oficina que nunca está sola, que siempre grita y gimotea cuando hay dos en ella, a veces parecen gritos y discusiones, otras, parecen eróticos murmullos salidos de una película para adultos.

Cimientos de un castillo de naipes, no puede caer, nadie puede soplar y verlo descender. Lo intentan, pero no hay ciencia que explique la fascinante imaginación que crece entre sus internos, sus mundos y sus sentimientos quebrantados. Familias han abandonado a hijos, esposos, hermanos, amantes y padres cuando los tabúes se trascienden, las moralidades se disuelven, los dogmas se pierden y las paradojas se disuelven, ¿Cuanto más te asemejas a ellos? Aún sin darte cuenta, puedes ser su padre, hermano, esposo, amante o hijo.

Sus crónicas no salen de las ventanas que las escuchan, sus gritos se sofocan entre los oídos del mármol blanco y sus suplicas son robadas por las amobladas y herméticas paredes. Nada se declamara afuera, se perderán genios e ingenuos. La triste fragancia de la soledad abarca el corazón de algunos, sin importar que tantos tornillos hayan perdido, son sentimentalistas natos, humanidades que se quiebran entre medicamentos y tratamientos, entre enfermeras y doctores igual de dementes.

Si las habitaciones de Santa Teresa tuvieran voz, dirían lo que muchos no se atreven a nombrar. Si sus ventanas vieran ojos atentos, observarían fijamente a sus interlocutores. Si sus jardines encontraran pieles receptivas, desearían ser abrazados con ternura. Todo cuanto aquí existe desearía contar las historias que tras de sí se relatan. Si sus paredes de hormigón esmeralda cubiertas de mármol blanco pudieran hablar, contarían estas insanas historias…

Relatos de un Demente: Asilo Santa Teresa. Cuento #3, En Aislamiento


Una luz intensa me provoca abrir los ojos. El destello me ciega por un instante, mas no pasa mucho tiempo sin preguntarme dónde estoy. Pero hay un pensamiento anidado más profundamente en mi mente. No logro concretarlo aún, es algo considerablemente importante, tanto como respirar. Consuelo mi absurda conciencia y mi noble ansiedad diciéndome entre divagaciones de diferentes temas sin importancia:

-Pronto daré con él-.

No es verdad, nunca lograré adivinar o concretar el tema de mi desdichada humanidad. Intentando no pensar, descubriendo que nada es nuevo, ya he estado aquí. La ausencia de color abarcando la vista, comida siempre lista y las cobijas limpias. Todo está como la última vez. Aunque no recuerdo cuando fue.

Es lo mismo, siempre lo será, no importa cuánto lo intente, nada cambiará. Ese pensamiento seguirá perdido y ella siempre vendrá con su apetito. Saciarse es lo único que la complace. Pobre Cassandra. Yo extravié mi mente y ella su sexo vende. Por horas se entrega al placer, lujuriosa y Lasciva, mientras yo persigo los recuerdos de mi vida. A ambos nos falta algo. A mí, la memoria. A ella, la alegría. Ambos somos mártires de nosotros mismos. Ambos portamos la marca del maldito, del pecado y del adicto. Así ella lleve traje y bata, así yo porte camisa y corbata, estamos perdidos en el laberinto de nuestras obsesiones.

Así ha sido siempre, dentro y fuera de la habitación, con internos e internas, con doctores y guardias. Cassandra es la viva estampa del sexo sin alma. Ella debería estar encerrada, como yo, como todos, aquí o en las habitaciones de la 100 a la 403. Cassandra. Ya volverás, me acompañaras sin bacilar y tus piernas abrirás. Mientras, nos torturaremos tú y yo. Sedientos, tú de sexo, yo de mi extraviado pensamiento.

Empezando de nuevo a vacilar me percato de mi situación actual. Es como si el mundo se detuviera, atemporal. Pasando no sé cuánto tiempo. Sin relojes, no tengo como medir el tiempo transcurrido tras los barrotes. Entre mis palabras puede haber pasado unos minutos, o quizás unas horas. Pero no ha pasado en vano. Un retrete y un lavamanos sin agua, son mi compañía más amena. Hay una ventana, rejas, la luz un consuelo que no logro concretar. Esta luz procedente del exterior no alcanza para iluminar la fatiga de mi corazón. Memorias que se evaporan, se consumen entre las paredes amobladas de la estancia. Aún no logro descubrir ese pensamiento, el cual, durante todo este tiempo encerrado me mantiene despierto.

Esta vez, al abrir mis ojos, he encontrado unas hojas, tan blancas como las mismas paredes de esta habitación, junto a ellas, un carboncillo sin marquilla. No he resistido la tentación de plasmar en ellos las diferentes imágenes evocadas por mi mente, y tal vez de esta forma, saber la razón de mi tortura y dañina espera, deseando recordar aquel pensamiento extraviado. Las he puesto en una de las paredes de la habitación, sobre aquella letrina que definen como cama, y así intento recordar, observándolas el mayor tiempo posible y salir victorioso de esta zozobra. Pero no lo logro, no consigo atrapar ese sigiloso pensamiento. No importa cuántas horas pase observando los papeles que ya no son blancos. Sus garabatos, y lo que tras ellos se esconde. Es como intentar descifrar un asesinato sin pista alguna. Después de varios instantes observando los dibujos, me dejo caer en la litera y en silencio me voy quedando dormido. El sueño por fin me ha vencido en el momento.

El techo me recuerda al cielo, ese cielo perdido; no lo logro divisar desde mi ventana, aunque no sé si ya sea el mismo, o si ya es solo un producto de mi encierro. Ya nada me parece real, los perros podrían ser caballos y quizás; con algo de imaginación, un jardín podría ser el mismo averno. No importa, todo aquí es real para mí. Todo aquí puede ser como yo quiero. Todo aquí puede convertirse en lo que deseo. Mi cielo raso forma infinidades de formas esperando ser alimentadas por la vista y la blancura de las paredes espera ser ensuciada por los golpes de mi cabeza. Pero aun cuando mi imaginación convierte este extraño lugar en el palacio de mi demencia, me falta el pensamiento por el cual me involucro a este lugar. Ahora este pensamiento me levanta al amanecer, y me fatiga hasta el sueño, cuando mi cuerpo confiesa su anhelo del infierno.

Este lugar, aun siendo tan puro, no es mío. He tenido la sensación de que no estoy solo. Alguien más me observa desde la intensa luz. Sin importar cuánto grite no me contesta. No responde. Siempre el mismo silencio. Es aterrador esperar una respuesta, y pasado un tiempo se escucha algo en tono bajo, como un murmullo, con un susurro, descubriendo un tiempo después la verdadera esencia de esos ruidos, solo el viento. Y de nuevo me enfrasco en las imágenes que he colgado en la pared, justo encima de la litera, intentando recorrer de nuevo mi mente, escudriñar en cada una de mis memorias hasta dar con la respuesta a las preguntas que el silencio no me contesta.

¡Y no lo logro! No lo encuentro. Es esta maldita conciencia, es ese infernal recuerdo, es esta autodestructiva memoria. La he amedrentado debajo de la litera después de tanto meditar y buscar. La dejare ahogada dentro de un espejo. Lo romperé para no escapar. Me ataré, me aferraré más a la locura de este lugar. Con ojos de vidrio sin reflejo de vida. Umbral profundo e inmortal. Seré la imagen de mí mismo y el reflejo de mi propio cinismo. No me liberaré. Me encerraré en mi propio mundo, esperando sus efímeras manos abrir la puerta.

Ya no lo buscare más. La entrada a este dormitorio celaré. La ventana de mis ojos sellaré y la celda de mi pensamiento callaré. Serán todos lugares vacíos. No lo buscare más, estoy intranquilo, estoy fatigado. Esperaré.

Nunca tendrá final. La puerta nunca se abrirá. Permaneceré aquí en esta celda amoblada, en esta mansión enfermiza, en esta, mi habitación clandestina. Mi mente, pensamiento y memoria serán mis confidentes, y ese pensamiento, nunca, nunca más volverá.

En aislamiento estaré desde el amanecer hasta el anochecer. Durante días, meses y años. Con las visitas matutinas de Cassandra. Con cobijas limpias y la comida servida. Con los dibujos en la pared y aquel espejo que encontré. Hasta hallar ese pensamiento, o arrebatárselo a alguien más. Así como la última vez que vi el sol brillar y las cabezas contra el suelo fueron a dar.

Nada podían evitar, la naturaleza es así, cruel. Si algo falta hay que buscarlo. Aún si es a costa de la vida de algunos pocos, bien están locos, olvidados. Revueltos entre sí. No lo pueden evitar, están perdidos, yo también. No les hará falta, a mi sí. Sus cabezas guardan el secreto que tanto busco y que me encerró aquí.

Algunos buscan lo que no tienen perdido, yo busco aquello que tanta falta me hace, ese pensamiento que es solo mío, he llegado a pensar que ellos lo tienen, alguno de ellos, entre los pliegues de su cabeza, dentro de sí, en su cerebro, hay esta, no me lo dejan encontrar, ni Cassandra con su lívido insaciable ni Ramírez con su escepticismo ni mis vecinos de habitación, ninguno. Me obligan a buscar a la fuerza, a estrellar sus cabezas contra el suelo, abrirlos como una nuez, y así dar con sus más oscuros pensamientos y recuerdos, hurgando entre páginas y páginas que no me corresponden, hasta encontrarlo, ese pensamiento que celo y no encuentro.

Es dentro de sus cabezas que a veces busco, las golpeo e intento abrirlas para encontrar mi pensamiento perdido. Las corto métricamente para no dañar su corteza y tener intacto aquella caja negra que guarda dentro de sí tantas situaciones, tantos pensamientos, eternidad de imaginarios. Todo cuanto dentro de si guarda lo deseo hacer mío, mi falta de retentiva me provoca nauseas, pero si logro encontrar la fuente de cada pensamiento en la mente humana, lograre retener los recuerdos que me hacen ser lo que soy, y quizás, recordar eso que he perdido en el proceso de los recuerdos que durante la vida se van guardando y olvidando.

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